Una noche tenebrosa, disfrazada de conejita con orejas, bodi, medias transparentes y, en mi parte trasera pegada una cola de algodón, caminaba por las calles desiertas y oscuras de cierto sector de la ciudad. Apresuraba el paso porque quería estar desde el inicio en la fiesta de disfraces organizada por Paco, un compañero de la universidad. Llegué, no sin haber sorteado ciertas dificultades en el trayecto, risas y murmullos acompañados de expresiones: ¡Qué loca, caminar a estas horas y en esas fachas! ¡Qué ridícula!… Incluso, un abusivo tocó mi colita de algodón. Al llegar a la calle establecida, me encontré con tres casas muy parecidas a la que Paco me había descrito, y en las tres se daba una fiesta. Irrumpí en la primera, qué por supuesto no era la de Paco. Una familia muy conservadora en trajes formales. Paró la música que en ese momento se tocaba y todos dirigieron su mirada reprochable hacia mí, o mejor dicho hacia mi disfraz. Di media vuelta y me fui. En la segunda casa, se celebraba el cumpleaños de una niña, porque desde la puerta de entrada, se miraba el comedor con la franja multicolor colgada en la pared del fondo que decía: “Felices dos años Sofía”. Una persona anciana se acercó y me invitó hacia un grupo de niños que esperaban a alguien, los niños entusiasmados me rodearon y me toqueteaban por todas partes. Logré escapar de esa jauría de inocentes diabólicos. Finalmente, la tercera puerta, alguien me recibió a la entrada en un disfraz de pirata, con las palabras mágicas de: ─Bienvenida─, sentí que estaba en el lugar correcto. Con un gracias, entrecortado y largo, entré.
Una noche de otredad



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